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Opinión

Efectividad de acciones legislativas

Fórmula Legislativa.

A mediados del siglo XVIII nació en Londres el poco conocido filósofo, escritor, comerciante y abogado Jeremy Bentham, que luego de ser niño prodigio, creó en su madurez una doctrina que en estos tiempos se antoja necesaria en nuestra sociedad. El planteamiento central de la doctrina utilitarista lo desarrolló en la obra Introducción a los principios de moral y legislación, postulando que «todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, esto es, según el placer o el sufrimiento que producen en las personas». 

Quizá en forma inconsciente, gran número de críticos sociales entre los que se encuentra buena parte del gremio periodístico, asumen (o asumimos) esta forma de pensar cuando se trata de valorar la actuación de nuestras instituciones. Analizamos las cuestiones políticas, sociales y económicas sobre la base de medir la utilidad de cada acción o decisión legislativa y de gobierno, demandando que su objetivo sea siempre lograr el mayor beneficio para el mayor número de personas. Y ciertamente, las instituciones del Estado encuentran su razón de ser en el beneficio que puedan brindar a la mayor parte de la sociedad.

Este antiguo criterio es tan simple que el ciudadano común lo sostiene, aunque en ocasiones de forma distorsionada, al demandar la satisfacción de sus necesidades ante el Congreso, sin importar que no sea ésta la instancia a la que compete la atención del asunto. 

De ahí que con suma frecuencia veamos el auditorio del recinto legislativo repleto de manifestantes que exigen una solución o el establecimiento de una política pública que corresponde al Poder Ejecutivo, e incluso la resolución de conflictos que competen al Poder Judicial.

Y no son pocas las ocasiones en que los legisladores incurren en el error de intentar solucionar la problemática social con el solo actuar del Poder Legislativo, sin considerar que éste es solo una parte, un simple engranaje del sistema de gobierno.  

Es muy común ver como al presentarse el repunte en la incidencia de un delito o cuando ocurre un suceso que impacta en la opinión pública, la reacción de algunos diputados es proponer que se incrementen las penas o que se expida una ley para regular la situación específica. 

Lo grave de este tipo de reacciones legislativas estriba en que por lo general, como reacciones que son, las propuestas no vienen precedidas de un análisis concienzudo del marco constitucional, ni del examen de las posibilidades materiales de poner en práctica la norma, por lo que corren la suerte de no ser aprobadas o terminan siendo un nuevo desencanto para la población, al mismo tiempo que se revierten sobre quien las propuso, aun cuando haya actuado de buena fe y sin buscar acrecentar su patrimonio político electoral.

Un ejemplo de ello, el más reciente, es la propuesta de transformar el delito contra las actividades de las instituciones de seguridad pública y del Estado, popularmente conocido como “halconeo”, en un delito grave. Nadie puede negar que la intención puede ser noble, porque evitar la práctica del espionaje delictivo es una necesidad fundamental de las corporaciones policiacas, de las instancias de procuración de justicia y de las autoridades jurisdiccionales, para atacar la impunidad que reina en este ámbito específico, y la derrota de la impunidad es una aspiración de la sociedad. 

La pregunta obligada es si en el círculo vicioso que genera la impunidad, esa medida servirá para persuadir a los jóvenes que son reclutados para cometer el delito, a fin de que no incurran en esa conducta.

En el pasado calificar legalmente una conducta como delito grave fue un recurso más o menos eficaz para posicionar la imagen de los legisladores que lo proponían, aunque la efectividad social de la medida no fuera congruente con la expectativa que se generaba. 

Y en el caso que nos ocupa no necesariamente existirá la efectividad esperada, por la sencilla razón de que el problema no radica en la Ley sino en su aplicación, que no es competencia del Poder Legislativo, sino de las autoridades de procuración de justicia, encargadas de la investigación y de la persecución, y del Poder Judicial al momento de determinar medidas cautelares y las penas aplicables al procesado.

El propósito de una iniciativa como la que comentamos es que el delincuente no pueda salir de la cárcel mientras se le sique el proceso. Hasta finales de 1993 esto era posible porque se mantenía vigente en el artículo 20 de la Constitución Federal, un sistema para aplicar la prisión preventiva basado en la operación aritmética de sumar el mínimo y el máximo de la pena de prisión establecida para el delito, y si la media resultaba menor a cinco años, el inculpado podía obtener la libertad provisional bajo caución, pero en caso contrario, si la media excedía de cinco años, el inculpado quedaba automáticamente en prisión hasta la sentencia.

En septiembre de ese año se reformaron los artículos 16, 19 y 20 de la Constitución Federal y con ello se privilegió la presunción de inocencia, y se asumió como sistema para mantener en prisión al acusado que el delito estuviera calificado como grave; si así era aplicaba sin más la prisión preventiva. 

Para tal efecto, los códigos penales y de procedimientos penales federal y locales, incluían un capítulo o sección específica que enumeraba los delitos considerados graves, con base en la disposición del artículo 20, fracción I, que así lo permitía. 

Quince años después, en junio de 2008, se reformó nuevamente el artículo 20 de la Constitución federal para crear el nuevo sistema penal acusatorio y establecer en su apartado B los derechos del imputado, entre los que destaca el de que se presuma su inocencia mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia judicial; que la prisión preventiva no exceda del tiempo máximo de la pena, y que en ningún caso la prisión preventiva sea superior a dos años, salvo que convenga a la defensa.

Cabe señalar que ninguna de las fracciones de este apartado se refiere a la libertad bajo caución, por lo que debe considerarse que ahora la prisión preventiva no es la regla, sino la excepción. En otras palabras, por regla general el imputado tiene derecho a atender el proceso en libertad y a no ser privado de ella durante el tiempo que dure el mismo.

El artículo 19 constitucional prevé dos casos generales en los que podrá imponerse  la prisión preventiva. Uno consiste en que el Ministerio Público solicite al juez que se mantenga al imputado en prisión durante el proceso, únicamente cuando otras medidas cautelares no sean suficientes para garantizar su comparecencia en el juicio o en el desarrollo de la investigación; para garantizar la protección de la víctima, de los testigos o de la comunidad; y que el imputado esté siendo procesado o haya sido sentenciado previamente por la comisión de otro delito doloso.

La otra vía por la que el delincuente puede mantenerse en prisión, es que así lo ordene el juez de control sin necesidad de solicitud alguna, lo que solo puede hacer en los casos de delincuencia organizada, homicidio doloso, violación, secuestro, delitos cometidos con medios violentos como armas y explosivos, delitos graves que determine la ley, delitos contra la seguridad de la nación y delitos contra el libre desarrollo de la personalidad y de la salud.

El problema radica en que el nuevo Código Nacional no establece un catálogo ni una definición de lo que debe entenderse por delito grave, y además, su modificación corresponde a las cámaras del Congreso de la Unión. Todo lo que el Congreso del Estado puede hacer es presentar la iniciativa, cabildear y esperar a que se apruebe.

Pero nada es imposible. Cuando se trata de acciones legislativas como crear o reformar leyes, debe buscarse siempre lo útil para la sociedad. El legislador debe preocuparse de que con las leyes que produce se proporcione, si no “la mayor felicidad al mayor número de ciudadanos”, como diría Bentham, si la más pronta y amplia seguridad y tranquilidad para su sana convivencia. 

El legislador debe buscar siempre la satisfacción de los intereses generales. Si con ello se ubica en el centro de las preferencias electorales, que bueno, pues seguramente seguirá por el mismo camino para ascender en su carrera política.