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Opinión

Combate a la corrupción

Fórmula Legislativa.

“El derecho viene a perecer menos veces por la violencia que por la corrupción”: Enrique Lacordaire

A finales del pasado enero, Transparencia Internacional, coalición global contra la corrupción, dio a conocer el Índice de Percepción de la Corrupción 2018, un estudio que realiza anualmente en poco más de 180 naciones, en el que Dinamarca aparece como número uno, por ser el país con menor percepción de corrupción, y Somalia se lleva la distinción del país más corrupto del orbe al ubicarse en la última posición.

No les va tan bien a los países latinoamericanos, pues únicamente Uruguay, Chile Bahamas y Costa Rica se ubicaron entre los 50 menos corruptos del mundo; en tanto que las islas caribeñas de Granada, Cuba, Jamaica y Trinidad y Tobago, junto con Argentina, Guyana, Panamá y Colombia, se colocaron entre los cien menos corruptos. Y no, México no está entre ellos, sino en un lejano puesto 138 después de Brasil, Perú, Ecuador, República Dominicana, Bolivia, Honduras y Paraguay.

El estudio realizado por la misma organización en 2017 ubicaba a nuestro país en el lugar 135 de los 180 países encuestados, lo que significa que en solo un año México tuvo una regresión de tres posiciones, con lo cual como mera especulación, podríamos afirmar que sigue funcionando nuestro tradicional año de Hidalgo, al darse el retroceso en el último ejercicio de la administración peñista.

Y me veré obligado a reconocer que usted amigo lector tiene razón, si piensa que lo dicho no es ninguna novedad, porque los mexicanos de muchas generaciones hemos nacido y crecido en un entorno descompuesto por la combinación entre las enormes necesidades de muchos y las ambiciones materiales de no muy pocos, que ningún gobierno hasta la fecha ha enfrentado con seriedad y decisión, soslayando la enorme tarea de moralizar el ejercicio público.

Lo más grave del problema es que con su ejemplo, los gobernantes corruptos han formado una cultura de deshonestidad que solo con auténtica educación podremos revertir. Muestra de ello son nuestras expresiones cotidianas como “en arca abierta hasta el más justo peca”, y los no motivantes calificativos que endilgamos a los escasos servidores públicos que deciden no hacer fortuna con sus cargos, a quienes señalamos igual o peor que a aquellos que nos roban.

Pareciera que los mexicanos somos moralmente bipolares y por ello detestamos la corrupción, la señalamos con estridencia, aunque poco hacemos para denunciarla, pero solo cuando es conducta de otros, pues somos proclives a pedir “que no me den, solo que me pongan donde hay”.

Por esa ambivalencia o bipolaridad frente a la descarada corrupción de regímenes pasados, prendió como chispa en hojarasca el ofrecimiento de campaña de Andrés Manuel López Obrador de terminar con la corrupción, titánica labor que no puede llevarse a buen puerto mediante el perdón, o el borrón y cuenta nueva que se ofreció públicamente. La erradicación de la corrupción solo es posible si se elimina la impunidad y se castiga a los responsables mediante la estricta aplicación de la Ley.

Ninguna fórmula anticorrupción puede rendir buenos frutos si se fundamenta en negociaciones para el pago de favores políticos, como tampoco funciona si se cimienta en venganzas políticas o personales. La lucha contra el abuso y la deshonestidad en el espacio público solo puede tener una causa política si ésta se entiende como el beneficio de la sociedad, no de individuos o grupos determinados.

Si la intención del gobierno de la 4T y de su Presidente es sincera, no requiere de ninguna consulta popular para procesar a los expresidentes de la República, si cuenta con los elementos probatorios de un actuar irregular, sea como participantes activos o como observadores pasivos y, por lo tanto complacientes en grado de complicidad, como se acusa hoy a Rosario Robles. La voluntad popular en ese sentido se expresó el 1 de julio del año pasado.

Pero como en todos los casos y quizá más que en los casos comunes, debe cuidarse que los procesos que se inicien se ajusten en todo al principio de legalidad, y se evite la intromisión de actores ajenos al proceso que de cualquier manera puedan distorsionar la percepción de justicia en el trato, que a final de cuentas esto último es lo que se busca.

En el caso de Rosario Robles, el solo hecho de que el Juez de Control guarde una relación directa con la diputada Dolores Padierna, como ya fue reconocido por ella misma, debió ser considerado como un posible elemento distorsionador de la percepción; sobre todo en las condiciones aparentemente irregulares en que dicho Juez obsequió la prisión preventiva solicitada por la Fiscalía.

Como en ningún caso similar precedente, el Juez fue estricto al escoger la más trascendente de entre toda una gama de opciones que la ley le provee, a pesar de que el delito que se le imputa no está calificado como grave y por lo tanto no puede ser objeto de prisión preventiva, y en caso de que lo fuera, pudo habérsele dictado el arraigo domiciliario, la retención de su pasaporte, la colocación de un dispositivo electrónico de localización o la obligación de acudir periódicamente a firmar al juzgado, entre otros.

La excesiva rudeza y las relaciones de parentesco del Juez que dictó la medida, hacen pensar –aunque no necesariamente sea así- que Dolores Padierna se solaza en que Rosario Robles sienta lo mismo que su esposo René Bejarano, cuando fue procesado por realizar negocios ilícitos de “ligas” con Carlos Ahumada, entonces pareja de Rosario Robles, quien por cierto fue detenido el viernes 16 de agosto en Buenos Aires con fines de extradición a México, acusado del delito de defraudación fiscal; y liberado casi de inmediato por un juez de su país que consideró absurdo el caso.

Con lo accidentado de este proceso pierde Rosario Robles privada de su libertad, pierden sus abogados chamaqueados, pierde el Juez Delgadillo Padierna por el menoscabo de su prestigio, pierde el nuevo sistema de justicia penal y pierde el gobierno de la 4T en su lucha contra la corrupción.

Pongamos atención a la advertencia de Patricia Moreira, directora ejecutiva de Transparencia International: “La corrupción socava la democracia y genera un círculo vicioso que provoca el deterioro de las instituciones democráticas, que progresivamente van perdiendo su capacidad de controlar la corrupción”.