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Opinión

Antipriismo y democracia

Fórmula Legislativa.

Una de las características distintivas de la democracia que estamos construyendo los mexicanos desde hace varias décadas, es el pluripartidismo, antípoda del antiguo sistema de partido hegemónico. 

La reforma electoral de 1977 abrió la puerta a las antiguas demandas de la oposición, permitiendo por una parte que los partidos que en esa época contaban con registro formal, como Acción Nacional, Popular Socialista y Auténtico de la Revolución Mexicana, alcanzaran representación en la Cámara de Diputados, al introducir el principio de representación proporcional; al mismo tiempo que se establecía la figura de la asociación política para que aquellos que habían vivido en la informalidad e incluso en la clandestinidad, como el Partido Comunista Mexicano, se integraran mediante su registro oficial al naciente sistema de partidos.  

La aspiración común de las oposiciones, que en aquél tiempo se distinguían entre sí por una marcada orientación ideológica a la derecha o a la izquierda, es decir hacia el capitalismo o el socialismo, hacia la identificación con los Estados Unidos de América o con la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, era el pluralismo, ese anhelo de que en el espectro político mexicano pudieran convivir en paz y armonía las más disímbolas ideas. 

Esa aspiración convertida en realidad al paso de los años, sigue siendo un ideal rescatable, aunque no siempre ha estado marcada por la paz y la armonía. Siendo el pluralismo intrínsecamente incluyente, en México nació asociado con la idea de que el partido dominante por más de ocho décadas, y consecuentemente responsable histórico de los frenos democráticos del siglo XX, debía estar excluido de la nueva democracia.

Aún en el siglo XXI, con innegables avances democráticos como la alternancia, y el hecho mismo de que coexista una decena de partidos políticos nacionales al lado de una amplia gama de partidos estatales, la convicción de que la democracia mexicana solo es posible sin el PRI parece dominar la cultura política no solo de la antigua oposición, sino de la nueva, que pese a ocupar múltiples espacios en gobiernos estatales, haber ejercido el Poder Ejecutivo Federal y tener un amplio margen de representación en las cámaras federales, en los congresos locales y en los ayuntamientos, sigue viéndose a sí misma como “la oposición”; con lo que pareciera ver siempre al PRI como el partido a vencer, y no como un participante más en la contienda político electoral. Una auténtica paradoja de la cultura democrática mexicana.

El “antipriismo” se ha enraizado de tal manera en nuestra cultura política, que se llega a pensar que en ese partido se encarnan todos los males de nuestra sociedad. En un extremo discriminatorio, pareciera que ningún ciudadano que tenga o haya tenido participación o siquiera contacto o relación con el PRI, o con los gobiernos que éste ha encabezado, tiene derecho a aspirar a un cargo público, y no solo eso, automáticamente se echa por los suelos su prestigio e imagen. Incluso el que esto escribe corre el riesgo de ser etiquetado como priista y, consecuentemente, todo lo que diga carecerá de valor.

El antipriismo es también una expresión de odio, como la que el anarquista tiene contra toda forma de gobierno; en él se expresa el rechazo del indígena y el criollo contra el español; o la antipatía del mexicano contra el “gringo”. Es un fenómeno socio-político-cultural digno de un análisis profundo como los de Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad.

Debe concederse que en parte tienen razón las oposiciones al señalar que el PRI se lo tiene bien merecido, por el solo hecho de haber ejercido el poder por más de ochenta años, pero esa idea no debe obnubilar conciencias y razonamientos. No debe analizarse el desarrollo político de México desde una óptica maniquea que reduce la realidad a los extremos de lo malo y lo bueno; deben tomarse en cuenta los matices, porque no todo fue “malo” en el siglo XX, si así fuera México sería un país sin instituciones, sin desarrollo, sin progreso, sin democracia.

En la democracia deben caber todas las personas y todos los partidos. No se puede ni se debe hacer de la lucha democrática un ejercicio político discriminatorio. La democracia, no debemos olvidarlo, es el único sistema en el que el ciudadano goza de libertad personal para asociarse políticamente, para profesar su fe, para expresarse conforme a su pensamiento, para ejercer el sufragio y optar por cargos públicos de cualquier naturaleza, sin obstáculos derivados de raza, religión, género o preferencia de cualquier clase, incluida la partidista.

Un gran avance democrático sería acabar de una vez por todas con los “antis”, y participar en las contiendas político electorales en forma proactiva, propositiva, planteando nuestra idea de nación sin descalificaciones, porque al final del camino pasarán las elecciones y, gane quien gane, aquí seguiremos.

A propósito de trabajar por México, ¿Cuándo se cumplirán los compromisos de los  partidos de aportar la ayuda para los damnificados de los sismos?