Icono Sección

Opinión

Las formas del cambio

Fórmula Legislativa.

“Los pastores serán brutales mientras las ovejas sean estúpidas”: Fray Luis de León.

En nuestra anterior colaboración nos referimos a los miedos de la oposición ante el camino que a su parecer está tomando la cuarta transformación, para lograr el cambio ofrecido por López Obrador, que significó su triunfo en las urnas.

El ofrecimiento del cambio ha sido una constante en las campañas electorales para todos los cargos de elección popular en México. En el caso de la Presidencia de la República, sólo Vicente Fox recurrió explícitamente al término al utilizar como slogan de campaña “el voto del cambio”; pero en todos los casos se ha visto frustrada la esperanza que forjaron en la ciudadanía, particularmente en los sectores más desprotegidos y vulnerables.

En sus primeros cuatro meses de gobierno, el presidente López Obrador ha mostrado, salvo escasas excepciones, que a diferencia de otras administraciones el rayo de esperanza se mantiene vivo en la mayoría de la población, aunque en otros sectores las acciones gubernamentales causan escozor e inquietud, porque como afirmaba Platón, toda innovación es percibida como amenaza.

No podemos ignorar que en sus tres intentos por alcanzar la primera magistratura, Andrés Manuel atribuyó al neoliberalismo la causa de todos los males de México, iniciando con la corrupción; pero esa gran mayoría esperanzada está lejos de saber realmente de que se trata el liberalismo, un sistema que en su concepción filosófica tiene como principio fundamental la igualdad de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, así como la firme convicción de que un Estado pequeño es generalmente más eficiente que uno grande, elementos ambos que el nuevo gobierno ha planteado de inicio.

Para Adam Smith, uno de los primeros exponentes del liberalismo económico, ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables; y sostuvo también que los trabajadores bien remunerados rinden más, y que con su prosperidad está garantizada la paz social, ideas que también parece compartir López Obrador.

Para el liberalismo la libertad del individuo es el valor supremo que debe manifestarse en todos los aspectos de la vida en común, sea el económico, el político, el social o el cultural. Al no ser dogmático, sostiene que las ideas y los programas políticos deben adaptarse a las circunstancias; pero es quizá la tolerancia el más admirable rasgo de esta doctrina. De estos tres rasgos del liberalismo, es poco lo que encontramos en López Obrador.

En lo que no se puede sino dar la razón al Presidente es en su afirmación de que la violencia y la desigualdad que vive el país son producto de la política de tolerancia y complicidad con el crimen organizado, el saqueo y el abandono de la gente, que se vinieron practicando en los gobiernos precedentes; aunque más que resultado del neoliberalismo como tal, a nuestro juicio es producto del abuso de la libertad y del deficiente sistema que permite la prevalencia de la impunidad sobre los actos de corrupción, deficiencia a la que se abona con el exceso de tolerancia hacia manifestaciones sociales que perjudican el entorno y el interés común.

La preferencia otorgada al actual presidente por un tercio del padrón electoral el pasado primero de julio, es la muestra más significativa de la inexistencia de condiciones para que la situación descrita continuara; y afortunadamente la decisión social de cambio se expresó en una vía pacífica, que tuvo en redes sociales y medios de comunicación la válvula de escape para el rencor y el resentimiento, con lo que se evitó el estallido violento.

El sufragio decidió el cambio, pero dejó en manos del líder que lo encabeza la elección del método a utilizar, que no puede estar sino entre dos extremos, el revolucionario y el reformista, que han sido dilema permanente en los gobiernos de izquierda. No está por demás decir que la historia moderna ha demostrado el alto costo social y económico del primero de ellos, principalmente por la restricción de las libertades individuales; y el poco efecto inmediato del segundo, debido a que es un largo y lento, aunque pacífico camino hacia una transformación gradual y consensuada de la sociedad.

Ejemplos actuales del cambio por la vía revolucionaria son Cuba, China y Corea del Norte, a los que se les pueden atribuir progresos en lo económico, pero en detrimento de las libertades ciudadanas. La crisis por la que en este momento atraviesa Venezuela no permite ubicarla como un buen ejemplo de esa vía. El modelo reformista, menos espectacular y menos notorio, se presenta particularmente en los gobiernos de izquierda de países europeos, así como eventualmente en Uruguay, Chile y Brasil, que en este momento viven una nueva orientación hacia la derecha.

En México, desde la óptica opositora, la Cuarta Transformación parece orientarse por la vía revolucionaria, que implica el desmantelamiento del viejo régimen y la confrontación con los grupos de interés y poderes fácticos.

La vía revolucionaria del cambio no busca la construcción de consensos, basada en que cuenta con un apoyo mayoritario de la población, por más que en los hechos sea una mayoría solo electoral que la hace relativa, pero que resulta mucho más actuante que la gran mayoría silenciosa que solo observa, que no opina, ni mucho menos está en situación de discutir o desafiar las decisiones gubernamentales. Por el contrario y por las mismas razones, tiende a descalificar a sus críticos generalmente minoritarios y a arrollarlos como obstáculos inaceptables para sus fines, mediante su exhibición y enfrentamiento ante la masa.

El gran riesgo de esta vía está precisamente en la rapidez de su aplicación, pues la necesidad de avanzar quemando etapas, va enterrando la crítica –virtual o materialmente- y recortando las libertades hasta acabar con ellas.

La vía reformista que se basa en pequeños pero continuos ajustes y reajustes de instituciones y programas, genera amplios consensos, es tolerante a la crítica y fortalece el clima de libertades. No aspira a traer felicidad a las personas, pues esa no es una función del Estado, sino de los individuos.