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Opinión

Constitución centenaria

Fórmula Legislativa.

El pasado domingo se cumplieron los primeros cien años, desde aquél histórico 5 de febrero de 1910, fecha en la que los diputados constituyentes emanados de la revolución, entre los que se encontraban los sinaloenses Pedro R. Zavala, Andrés Magallón, Carlos M. Esquerro, Cándido Avilés y Emiliano C. García, se reunieron en el teatro de la República, en Querétaro, para aprobar la nueva Constitución mexicana. 

Fue aquél un acto de refundación del país que no rechazó su riqueza histórica y, al contrario, retomó lo mejor de la Carta Magna promulgada en 1857. 

Este hecho tiene relevancia porque en 1917 se ratificó al federalismo como forma de gobierno, y con ello se aseguró que el voto individual, libre y secreto de los ciudadanos fuera el principal conducto para la expresión de la voluntad popular, y se generaron condiciones para que la libertad y la igualdad entre los individuos se concretaran. 

Sin embargo, a un siglo de distancia podemos afirmar que la Constitución de 1917 ya no es la misma; y no lo es simple y sencillamente porque ha sufrido modificaciones en 120 de sus 136 artículos, mediante más de medio millar de decretos de reforma, cantidad que se antoja exagerada frente a la Carta fundamental de los Estados Unidos de América, que en 230 años de existencia, de 1787 a 2017, ha sufrido únicamente 27 enmiendas.

Esta excesiva actividad reformadora indica un constante ajuste de las disposiciones constitucionales a la realidad económica y cultural de nuestra sociedad, pero al mismo tiempo es reflejo de inestabilidad e indefinición en tales aspectos, y particularmente en el rubro de la política. 

La indefinición se manifiesta directamente en la distorsión del Sistema Federal generado por la falta de visión del órgano reformador que integran las cámaras del Congreso de la Unión y las legislaturas estatales. Se incluye en esta falta de visión de Estado a los Ejecutivos federal y locales.  

El “pacto federal”, como se conoce al sistema, se establece en el artículo 40 y se basa en el respeto al régimen interior de las entidades federativas, es decir en el derecho que éstas tienen a decidir sobre su vida interna, respetando el marco constitucional. 

El alcance del concepto “régimen interior” se identifica en el artículo 124, de cuyo texto se infiere que una entidad federativa goza de todas las facultades legislativas y gubernativas, con excepción de las que expresamente se cedieron a la federación. 

Si las instituciones encargadas de aprobar las reformas constitucionales hubieran mantenido esta visión del régimen interior, como se mantuvo durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta la mitad del siglo XX, nuestro federalismo se representaría como una pirámide de amplio basamento constituido por municipios y Estados fuertes, y con un pináculo federal delgado, con una estructura apenas suficiente para equilibrar el desarrollo regional mediante la planificación de la distribución de recursos y para ejercer la defensa de la soberanía nacional.

La realidad es otra. Las reformas a la Constitución han llevado paulatinamente a la inversión de la pirámide, que hoy reposa sobre su cúspide provocando oscilación y, por lo tanto, inestabilidad.

La proliferación de reformas han llevado a la concentración de las facultades legislativas en la esfera federal, con claro detrimento de la soberanía de los Estados, e incluso el Poder Reformador de la Constitución ha renunciado al cumplimiento cabal de su función, delegando parte de sus facultades en las cámaras del Congreso de la Unión, particularmente cuando fomenta la proliferación de leyes generales que limitan la libertad legislativa de los congresos locales.

Es este camino hacia una uniformidad legislativa impropia del federalismo, participan entre otras la Ley General de Contabilidad Gubernamental; la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública; la Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro, Reglamentaria de la fracción XXI del artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; la Ley General de Desarrollo Social, la Ley General de Responsabilidades Administrativas y la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción, además de otras leyes no tituladas como generales, pero con efectos directos sobre el régimen interior de las entidades federativas, como el Código Nacional de Procedimientos Penales, la Ley de Asistencia Social y la Ley de Disciplina Financiera de las Entidades Federativas y los Municipios, todas ellas invasivas de facultades que originalmente correspondieron a los Estados de la Unión.

Llama la atención el incremento en el número y en la frecuencia de aprobación de leyes generales, pues entre 1932 y 1934 únicamente se expidieron la Ley General de Títulos y Operaciones de Crédito y la Ley General de Sociedades Mercantiles, luego de lo cual debieron pasar  cuarenta años sin que se aprobara una ley general. Entre 1974 y 2000 únicamente se expidieron 10 leyes generales, pero de 2001 a 2017 ha sido aprobado más del 70% de las leyes generales vigentes, es decir, 32 de las 44 leyes vigentes.

La alta concentración de facultades en la federación es directamente proporcional al detrimento de las facultades locales y ha producido una suerte de paternalismo económico y político, que ha ubicado a las entidades federativas en calidad de menores de edad que deben «portarse bien» para que se les concedan los recursos y bienes necesarios para su supervivencia y desarrollo. 

El exmagistrado del TEPJF Manuel González Oropeza, expresó esta situación con las siguientes palabras: “esta paulatina y firme concentración de facultades en torno a la Federación, ha despojado a las entidades federativas de su capacidad y responsabilidad para atender los problemas de su territorio y régimen interior, ha dejado a los gobiernos locales incapaces de decidir sobre sus políticas públicas, pues los somete a la decisión federal, erosionando su condición de Estados soberanos. Este sistema ayuda al sometimiento político y económico en todos los órdenes de los Estados, haciendo nugatorio el régimen interior a que se refiere el artículo 40”.

El sometimiento de los Estados es palpable a través de los convenios de coordinación con la federación, que no son más que simples contratos de adhesión que no admiten opinión de las autoridades locales. Lo mismo sucede con las reglas de operación aplicables al presupuesto de los programas federales.

Conservar la vigencia del pacto federal es un imperativo que solo puede lograrse a través del equilibrio entre las entidades federativas, y que los poderes de la federación no concentren competencias y facultades en exceso; de lo contrario nos ubicaremos en el camino de regreso al centralismo.


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