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Opinión

Remembranzas y paralelismos

Perspectiva

“No, el Poder no cambia a las personas, solo revela quienes realmente son”

José Mujica, expresidente de Uruguay

En un ejercicio de rescate de los textos que fueron mi primer alimento intelectual hace ya medio siglo, encontré una frase de Vladimir Ilich Lenin que, para mi gusto, tiene una gran dosis de actualidad al reflexionar sobre los dos polos en que se ha ubicado la concepción social del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, es decir, tanto desde la óptica de aquellos que creen a pie juntillas cualquier afirmación del presidente, por irracional que parezca, como de quienes en gran número son sus críticos o, como el presidente gusta etiquetarlos, su adversarios conservadores.

En su obra “Tres fuentes y tres partes integrantes del Marxismo”, Lenin afirmó que “Los hombres han sido siempre, en política, víctimas necias del engaño ajeno y propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales, los intereses de una y otra clase”.

No es un secreto que el objetivo del primer mandatario es consolidar un nuevo sistema social, lo que necesariamente debe pasar por el desmantelamiento de las instituciones del antiguo régimen; como en todo cambio social, en el que ahora vivimos está presente el interés de una de las clases a las que el presidente define como “los pobres”, que por ser mayoría es el único sector social que garantiza un respaldo a la consecución del cambio, porque su nivel de conocimiento de la organización social y de su responsabilidad colectiva, que los marxistas llamaban  “conciencia social”, es dramáticamente bajo y por lo tanto manipulable.

Quienes a casi tres años de gobierno no lo hayan entendido así, recibirán tarde o temprano una mayúscula sorpresa, sobre todo si su posición económica y social se ubica entre la parte media y la cúspide de la pirámide social.

Es innegable desde el punto de vista político que al sector más desamparado en lo económico es cómoda presa de la dádiva y la promesa fácil, porque sus limitaciones ancestrales les permiten ver el árbol, pero no la espesura del bosque. Esas mismas limitaciones que se generaron en el viejo régimen y, aún más allá, en los antiguos regímenes, los hacen perder de vista sus propias posibilidades de desarrollo, crecimiento y bienestar y les siembran la conformidad con la quimérica “ayuda” para su subsistencia, como si nada más pudiera lograrse.

Esa corta visión social es la que facilita el arraigo de falsos líderes, caudillos y profetas redentores, que no llegaron para abrirles los ojos mediante la educación y la cultura, sino mediante una engañosa promesa de que todos seremos iguales, aunque no necesariamente mejores; promesa de un bienestar limitado a satisfacer las necesidades esenciales, sin una visión socialmente más ambiciosa; la visión de una sociedad en la que todos seremos iguales porque todos seremos pobres.

Por eso no sorprende que todos los productos propagandísticos sean consumidos con el mismo entusiasmo con el que se gastan las dádivas del Estado; engaño ajeno que se transforma en autoengaño, porque el hambre, la necesidad inmediata es aparentemente saciada, y porque la nueva ideologización-instrumento de control imbuye la idea de que ser pobre es bueno y ser rico es malo, lo que la masa asistencializada acepta sin discusión.

La propaganda oficial diaria, insistente, machacona, maniquea, sirve para extrapolar ese esquema al nivel internacional, donde los países ricos son los malos y los países pobres son los buenos, cual telenovela de la empresa que tanto se critica. No hay en lo interno una búsqueda de equilibrios sociales y económicos que permitan no solo conservar, sino incrementar una base productiva que potencialice la generación de riqueza, y mucho menos existe una política pública que oriente su distribución más equitativa; tampoco hay en lo externo un planteamiento de sana convivencia, de interdependencia con otras naciones, porque el nacionalismo mal entendido, el patrioterismo y hasta la xenofobia ambivalente, dicta decisiones de confrontación no constructiva.

La izquierda mexicana tradicionalmente fragmentada, está ahora ideológicamente confundida; son varios los personajes que ven en los objetivos manifiestos del líder de la 4T, una posición de izquierda que está lejos de tener. La ideología de ese movimiento es un ideario personalísimo al grado del caudillismo, es la idea del presidente que carece de un sustento filosófico-social definido; pretende ser ecléctica reuniendo hechos y pensamientos del pasado para pretender aplicarlos como recetas de cocina, aunque la realidad de su época sea totalmente distinta de la actual.

Sirvan como ejemplo el frustrado impulso cuasi confesional de una cartilla moral con la que nos harían honestos a todos, que solo quedó en una burda versión de lo que Alfonso Reyes entregó al Secretario de Educación Jaime Torres Bodet 75 años antes; o la nueva versión de la lucha entre liberales y conservadores inmanente en el discurso presidencial de todos los días, que no es sino la reedición de aquél episodio vivido luego de que México logró su independencia frente a España y que se prolongó hasta finales del siglo XIX.

Existe en la concepción presidencial del liberalismo una antítesis que el grueso de la población no alcanza a comprender, ni el presidente intenta explicar. El objetivo de la 4T es desaparecer el sistema basado en el liberalismo económico, y como recurso personal el presidente se proclama ferviente admirador del mexicano más liberal de su época, Benito Juárez, al mismo tiempo que presume su calidad de cristiano militante confeso, en una evidente contradicción.

En política económica hay una innegable tendencia a trocar la rectoría del Estado en la economía, esa facultad de planear, conducir, coordinar y orientar la actividad económica nacional, así como la regulación y fomento de las actividades que demanda el interés general, por una estatización de importantes actividades productivas, con un orden económico preciso que refleje las políticas y los intereses del Estado, como sucede en el campo de los energéticos, aunque para ello se tengan que destinar cientos de miles de millones de recursos presupuestales.