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Opinión

Reforma que parece expropiación

Perspectiva

“Arreglar la economía no tendría que ser doloroso ni implicar sacrificios”. Paul Robin Krugman.

Durante las campañas electorales del actual presidente y aún en los primeros años de su gobierno, hubo muchas voces, a veces altisonantes, que lo tildaban de populista y lo equiparaban con Hugo Chávez o Nicolás Maduro, para acusar que bajo la conducción de López Obrador México tomaría el rumbo de Venezuela. 

Aunque la frecuencia y la estridencia de esos reclamos ha venido en descenso, el anuncio de que se presentaría una iniciativa con carácter preferente para reformar  la Ley de la Industria Eléctrica, orientada a fortalecer el papel de la Comisión Federal de Electricidad frente a los productores de las llamadas energías limpias, vino a renovar los señalamientos calificando la medida como una expropiación simulada.

Desde luego que las decisiones tomadas por el presidente López Obrador en sus dos primeros años de gobierno no tienen comparación, o al menos no son cuantitativamente equiparables con las que en el país de Bolívar tomaron Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro, ni puede decirse con fundamento que México se encuentre en este momento igual que Venezuela.

Aunque la decisión de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México en Texcoco, tuvo un costo directo de 75 mil 223 millones de pesos no recuperables, utilizados para finiquitar 692 contratos de inversión, que por cierto e igual que el Fobaproa habremos de pagar todos los mexicanos vía impuestos; además de costos indirectos en montos difícilmente cuantificables, por la eliminación de fuentes de trabajo activas y futuras, en poco menos de dos años no se ha mencionado siquiera la palabra expropiación. 

Los mexicanos no hemos vivido escenas sobrecogedoras como la acontecida en Caracas el 7 de febrero de 2010, cuando acompañado del alcalde de esa ciudad y de otros funcionarios, Hugo Chávez caminaba por el centro histórico, y al ver un edificio en la esquina de la Plaza Bolívar preguntó ante las cámaras de televisión “¿Y ese edificio?”. Sus acompañantes le respondieron que se trataba de una plaza comercial con negocios de joyería, y el presidente levantando el brazo, lo señaló y dijo “¡Exprópiese!”.

La misma suerte han corrido aerolíneas como Aeropostal, perforadoras de petróleo como Helmerish Payne, distribuidoras de combustible, la papelera Smurfit Kappa, compresoras de gas, naves de almacenamiento de grano, la cadena hotelera Hilton, centrales azucareras, los hipermercados Éxito, universidades privadas, envasadoras de aluminio y cartón, bancos, que entre 2005 y 2017 sumaron 1,359 empresas, en actos de vandalismo de Estado para satisfacer a los militantes más radicales del chavismo.

Sin embargo, en los poco más de dos años de gobierno, si se han dado muestras de animadversión contra los empresarios que, quiérase o no, afectan la credibilidad de los inversionistas internacionales y tarde o temprano pueden llegar a traducirse en desprestigio financiero del país, efecto que también puede producir la iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica, que ya se discute en la Cámara de Diputados.

Los motivos de fondo expresados por el presidente son reforzar la situación financiera de la CFE, al reducir los costos de la energía que adquiere de empresarios privados; privilegiar la producción de esa empresa pública; abaratar el costo de la energía mediante la revisión de los precios que actualmente se pagan; y en el extremo, revocar los contratos de abastecimiento celebrados con particulares.

El objetivo de abaratar los costos es posible lograrlo mediante la negociación, pero nuestro presidente parece haber aprendido de Donald Trump que la forma más eficaz de negociar es arrinconar a la contraparte con la amenaza de algo peor, como sería la revocación de los contratos. Finalmente se trata de empresarios que operan sus negocios para obtener utilidades, y preferirán reducirlas que abandonar la empresa.

El problema radica en que los empresarios también conocen de negociación, y se han ubicado gustosos en el rincón al que los conduce el gobierno, anunciando que habrán de defender sus intereses por la vía legal, lo que sucederá no solo a través del amparo, sino con juicios ante organismos internacionales, de los que se estima se derivará una obligación gubernamental de indemnizarlos con una cifra cercana a los 196 mil millones de pesos, 2.8 veces más de lo que costó eliminar el proyecto del NAIM.

De suceder esto último, los costos indirectos multiplicarán la suma mencionada, no solo porque al dejar de operar las plantas hidroeléctricas, solares y eólicas de propiedad privada, se perderá un mínimo de 100 mil puestos de trabajo, según cifras de la industria en 2014; sino porque se corre el gran riesgo de que la CFE, como empresa estratégica del Estado, corra la misma suerte de PEMEX y se convierta en otro gran resumidero de recursos públicos.

El propio gobierno basa su idea de modificar el sistema de producción de electricidad para sanear las finanzas de la empresa estatal, pero se plantea un cambio extremo, en lugar de optar por una estrategia de mediano o largo plazo, que le permita una adecuada planeación financiera, que no le genere costos adicionales al país; lo que hace pensar que en la mente del presidente de la República domina la idea de realizar cambios que impacten políticamente, aunque se aprecien como una reedición de acciones que ya se han realizado a lo largo de la historia de México.    

El 27 de septiembre de 1960, hace poco más de sesenta años, el Presidente Adolfo López Mateos buscó aumentar el nivel de electrificación y nacionalizó la industria eléctrica, regresándole al país la exclusividad en la generación, conducción y abastecimiento eléctrico, para lograr su independencia energética. 

Ahora es tiempo de innovar, usar la imaginación y evitar sacrificios que retarden el cambio social hacia el bienestar de los más necesitados.

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