Opinión
Ética y elecciones
Perspectiva.
01/03/2021
“El infierno son los otros”.
Jean-Paul Sartre
El discurso descalificador que el presidente López Obrador ha desplegado desde que se anunció la formalización de la alianza electoral entre los principales partidos de la oposición, asumida ya como propaganda institucional de Morena, define la concepción que tiene en torno a importantes conceptos de la convivencia democrática, plasmados como Principios en nuestra Carta Magna.
No se requiere gran profundidad de análisis para advertir que en la mente y en la práctica política del mandatario ocupa un lugar preponderante el pragmatismo, esa teoría que reivindica la idea de que las cosas solamente tienen valor en función de su utilidad, de sus efectos prácticos.
Al ser su objetivo instaurar un nuevo orden social en el que la posición de los pobres en la escala social se invierta, o al menos se modifique, denomina a su movimiento “Cuarta Transformación”, porque para él es tan trascendente como lo fueron la independencia frente a España, la separación del Estado y la Iglesia, y la Revolución Mexicana.
Se advierte en la política presidencial la aplicación del aforismo maquiavélico “el fin justifica los medios”, según el cual no solo carece de importancia apartarse de principios constitucionales, sino resulta necesario para su proyecto, como es el caso del derecho fundamental de asociación política, para descalificar desde la cima del poder todo intento de alianza que lo ponga en riesgo. Por eso ha sido recurrente desde el inicio del mandato su actitud bonapartista de resolver cuestiones políticas recurriendo, con fundamento legal o sin él, a la consulta popular que le permite imponerse a sus oponentes mediante la manipulación de la opinión pública.
Ante el desalentador panorama político, económico y social que prevalece como resultado de malas decisiones, profundizado por las consecuencias de la pandemia de Covid-19, teme que de ajustarse al juego democrático que durante lustros demandó de gobiernos anteriores, la amenaza de ralentización del cambio se torne realidad, y se ve obligado a mantener el discurso de que “el infierno son los otros”; abonando a un panorama postelectoral de incertidumbre, caos y conflictos postelectorales, que caerían como anillo al dedo para radicalizar las conductas autoritarias, ante la ausencia de mayorías democráticamente obtenidas.
El pragmatismo y su aforismo asociado “el fin justifica los medios” hacen que la ética sea expulsada del ejercicio del Poder. Ambas conductas llevan a pensar que en la perspectiva política, la ética no es sino el sofisma que justifica que cada bando, partido o grupo de poder haga únicamente lo que le conviene, sin importar que la sociedad esté esperando que sus representantes se ocupen de tiempo completo en generar el beneficio social. Desgraciadamente, ese relativismo moral es el signo distintivo del siglo XXI, y al apegarse a él, el gobierno está muy lejos de ser el rayo de esperanza prometido.
En forma por demás temprana, la lucha por el control de la Cámara de Diputados, de las quince gubernaturas en juego y los más de 21 mil cargos locales de elección popular, se está convirtiendo en una auténtica selva, en la que ni el Rey León ni sus oponentes las tienen todas consigo. Mucho menos la tiene una sociedad poco participativa en la definición de su propio destino.
En un artículo publicado en noticiasdenavarra.com, Fabricio de Potestad Menéndez escribió algo que bien pudiera referirse a la actuación de nuestra clase política, sea gobernante u opositora: “La praxis humana no parece atenerse a la ética, sino más bien al contrario, pues impera en ella el todo vale, si con ello se logran los propósitos perseguidos. Es cierto que se teme a la ley y sus sanciones, pero siempre la picaresca humana encuentra los resquicios necesarios para burlarla”.
A ningún actor político parece preocuparle mantener una actuación congruente con sus expresiones verbales. En su triple fase de candidato, por ejemplo, el actual presidente exigió de los gobernantes una actuación ética, un estricto apego a la ley, y abstenerse de influir en el proceso electoral, como lo ha ofrecido reiteradamente; pero una vez en el poder, la vara con que medía fue sustituida con la que utilizaban aquellos a quienes criticaba.
¿Quién no recuerda la frase “¡Cállate, chachalaca!” que dirigió al presidente Fox a mediados de marzo de 2006?. “Efectivamente, Fox fue imprudente y no se comportó como jefe de Estado”, escribió Luis Carlos Ugalde el 30 de junio del año pasado. Hoy la imprudencia está nuevamente presente en la investidura presidencial, justificando la creación de un círculo vicioso que a nada bueno conduce y que muestra que en el fondo el actual gobierno es igual a los previos.
En defensa de la coalición “Va por México”, el vocero de los diputados federales priistas Héctor Yunes, ha dicho una gran verdad que debió haber pronunciado también cuando su partido gobernaba: “necesitamos un Estado fuerte, no un Presidente fuerte, pues eso quedó en el pasado, ya que en las condiciones actuales un presidente fuerte implica el debilitamiento de las instituciones, que es el origen de muchos de los problemas que vive el país”.
En fin, como atinadamente afirmó Baltasar Gracián, “todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desacertados medios”.
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